En la antigua Grecia, aparentemente en el siglo V a.C., aparecieron los sofistas, en un momento de auge democrático, intelectual y cultural. El nombre “sofista” derivaba del griego “sophistḗs”, que originalmente significaba “sabio” o “experto”. Ellos enseñaban retórica, argumentación, política, ética y gramática, y cobraban por sus enseñanzas. Quizá por esto último fueron duramente criticado por filósofos como Sócrates, Platón y Aristóteles, quienes además los acusaban de manipular la verdad y enseñar a “ganar argumentos” más que a buscar el bien (Kerferd, 1981). Los sofistas eran los expertos en el arte de persuadir. A través de la palabra, lograban moldear percepciones, ganar debates y movilizar voluntades. En el contexto democrático de la Atenas de aquel tiempo, su habilidad para enseñar a hablar en público, argumentar y persuadir era muy valorada, sobre todo para participar en tribunales o la asambleas.
Influencers
Algunos de los sofistas más conocidos fueron Protágoras, Gorgias, Pródico e Hipias. Ellos defendían que la verdad era relativa y que lo importante era la persuasión en el discurso, no necesariamente la verdad absoluta. También creían que la educación podía moldear al ciudadano, y veían el lenguaje como una herramienta de poder (de Romilly, 1992).
Influencers: los nuevos sofistas del ágora digital
Hoy, más de dos mil quinientos años después, asistimos a una escena similar, pero mediada por algoritmos, plataformas y pantallas. Los influencers digitales actuales ocupan ese lugar simbólico en el ágora contemporánea.
En una investigación en diferentes redes sociales se encontró a figuras mexicanas como Kimberly Loaiza (76.2 millones de seguidores en TikTok) o Luisito Comunica (más de 40 millones en YouTube) que hoy no solo son referentes del entretenimiento digital, sino que representan nodos de alta densidad simbólica en el ecosistema mediático actual. Los ingresos estimados que son millonarios, la fidelidad de sus comunidades y la transversalidad temática de sus contenidos los posicionan como actores clave en la economía de la atención.
En la actualidad, no es raro encontrar influencers que superan en alcance, engagement e impacto mediático a programas enteros de televisión tradicional. Mientras muchos canales luchan por mantener audiencias fragmentadas frente a un modelo de consumo cada vez más digital y a demanda, algunos creadores de contenido —con apenas un teléfono y una cuenta en TikTok, Instagram o YouTube— logran millones de visualizaciones en horas, con una fidelidad que muchos medios envidiarían.
Del medio al mensaje: nuevos modos de autoridad
Más allá de las cifras, el fenómeno invita a una lectura crítica desde la perspectiva de la ecología de medios. ¿Qué flujos están operando? ¿Cómo se configuran las nuevas formas de influencia? ¿Qué tipo de conocimiento, emociones o valores se están produciendo y diseminando?
Este fenómeno no solo habla de una reconfiguración de las plataformas de distribución, sino también de una transformación en los modos de autoridad mediática. Antes, para ser escuchado a nivel masivo, se necesitaba el respaldo de una institución: una televisora, una editorial, una estación de radio. Hoy, en cambio, la visibilidad se conquista directamente, mediante algoritmos, formatos virales y una narrativa de cercanía con la audiencia.
Algunos influencers acumulan más rating (en forma de visualizaciones, seguidores o interacciones) que programas de horario estelar. Pero no solo eso: su influencia no es pasiva, como la de un programa que se ve y se olvida, sino interactiva y emocional. La audiencia siente que los conoce, que puede escribirles, imitarlos, pertenecer a su comunidad. Eso genera un vínculo de lealtad que la televisión difícilmente puede replicar.
Retórica clásica, eficacia viral
Los conceptos de la retórica clásica –ethos, pathos, logos, chronos y kairos– mantienen vigencia y son muy útiles para analizar los discursos de los nuevos mediadores. Un influencer eficaz no solo se muestra creíble (ethos) o conmueve (pathos), sino que también sabe cuándo y cómo intervenir en la conversación (kairos), operando con una sensibilidad temporal que maximiza el impacto de cada mensaje. Esto es fundmanetal para su impacto.
Para algunos influencers, esta dimensión temporal —saber actuar en el momento oportuno— es fundamental en el entorno digital, donde el kairos se mide en segundos y puede significar el éxito viral o el olvido.
Ley constructal: flujos simbólicos y supervivencia mediática
En el entorno actual se articula una clave constructal: los influencers no son meros emisores de contenido, sino canales de flujo. Desde la perspectiva de la ley constructal, su forma se adapta a la necesidad de facilitar el tránsito simbólico de ideas, afectos, modas y estilos de vida. Quien fluye mejor, domina.
La ley constructal, propuesta por Adrián Bejan en 1996, plantea que: para que un sistema fluya y sobreviva en el tiempo, debe evolucionar de tal manera que facilite el acceso a los flujos que lo atraviesan. Los sistemas (físicos, biológicos, tecnológicos o sociales) tienden naturalmente a desarrollar estructuras que facilitan el flujo de lo que los recorre: ya sea aire, agua, energía, personas o información (Bejan, 1996).
Este flujo no es aleatorio. Se estructura en función del acceso, la apropiación tecnológica y las condiciones socioculturales del entorno. Por eso resulta vital leer estas dinámicas más allá del marketing. Nos hablan de pedagogías informales, de representaciones del éxito, de aspiraciones colectivas. Y también de precariedades invisibles: del trabajo emocional, la autoexplotación y la vulnerabilidad a los algoritmos.
Sofistas, estrategas e ingenieros del consentimiento
Existe una analogía provocadora entre sofistas e influencers. Ambos actores, separados por milenios, comparten la capacidad de modelar percepciones y cuestionar verdades absolutas. La gran diferencia que tienen estas figuras reside en el medio empleado: los sofistas usaban la voz; los influencers, la interfaz.
La historia de la comunicación, la política y la cultura popular revela un patrón constante: detrás de toda figura pública carismática o influyente, suele haber alguien que diseña, cuida y amplifica su imagen. Edward Bernays lo anticipó con claridad en su célebre obra Propaganda (1928), al hablar de los “estrategas invisibles” —aquellos expertos en moldear la percepción pública que, sin figurar en la escena, operan en las sombras del poder simbólico.
Para Bernays, estos agentes son indispensables en una democracia moderna saturada de información: ayudan a filtrar, jerarquizar y dramatizar los mensajes para que lleguen a las audiencias de forma efectiva. Su objetivo no es simplemente informar, sino construir sentido, generar deseo, modelar creencias. En sus propias palabras, se encargan de “la ingeniería del consentimiento”.
Un ejemplo elocuente de este tipo de figura es Brian Epstein, el empresario que hizo de The Beatles no solo una banda exitosa, sino un fenómeno cultural planetario. Epstein no solo descubrió a los Beatles en 1961; más importante aún, reconfiguró su imagen, estilo y narrativa para volverlos presentables —y deseables— al gran público.
Algunas de las decisiones estratégicas de Brian Epstein incluyeron pedirles a los Beatles que abandonaran el look rebelde que habían adoptado en los clubes de Hamburgo —ropa de cuero, lenguaje soez— para adoptar trajes formales, cortes de cabello más moderados y un tono público más “amigable”; además, reorientó sus actuaciones hacia espacios más controlados y eficaces desde el punto de vista mediático, y negoció con medios y sellos discográficos anticipando que el verdadero valor no residía solo en la música, sino en el relato que la envolvía (Coleman, 1989).
Epstein no era solo un mánager. Era, en términos bernaysianos, el ingeniero del relato público de los Beatles, el mediador entre talento y visibilidad. Su influencia fue tal que muchos historiadores culturales coinciden en que sin Epstein, no habría Beatlemanía. Él fue quien codificó su imagen para que pudiera circular, repetirse y reproducirse globalmente.
El aura detrás del personaje
Lo mismo ha ocurrido en múltiples contextos: políticos carismáticos como Barack Obama o Emmanuel Macron han contado con estrategas de comunicación que diseñaron cada gesto, palabra y encuadre; empresarios como Steve Jobs construyeron su mito gracias al trabajo meticuloso de equipos que sabían cómo transformar a una persona en una narrativa; y artistas, influencers y celebridades dependen de community managers, estilistas, publirrelacionistas y expertos en storytelling que operan como nuevos sofistas digitales: no producen la obra, sino el aura que la hace significativa.
Actualmente, el papel que desempeñaban los sofistas, lo han asumido —con nuevos lenguajes y plataformas—estos estrategas invisibles: personas, agencias de comunicación, relaciones públicas y marketing estratégico. Como los sofistas, estos estrategas venden habilidades persuasivas al mejor postor. Su trabajo consiste en diseñar discursos visuales, emocionales, digitales y narrativos que posicionen favorablemente a sus clientes, ya sean marcas, instituciones o figuras públicas.
Los sofistas eran acusados por Platón de relativismo moral (“el hombre es la medida de todas las cosas”, decía Protágoras). De forma análoga, muchas campañas contemporáneas se adaptan al interés del cliente, no necesariamente a un ideal ético universal. Lo importante no es la verdad, sino qué resulta convincente o rentable en un contexto específico.
Entre la fascinación y la crítica
Los sofistas fueron contratados por élites, políticos o jóvenes que aspiraban al poder. Los agencias y estrategas de hoy asesoran gobiernos, corporaciones o influencers, diseñando estrategias que moldean la percepción pública —no muy diferente a enseñar cómo ganar un juicio en la Atenas democrática. Así como los sofistas fueron vistos con recelo por Sócrates y Platón por su capacidad de manipular el discurso, hoy muchas agencias enfrentan críticas éticas cuando promueven narrativas a través de los influencers que manejan, que blanquean reputaciones, diseminan desinformación o alimentan polarización (Kim, Thorson, Duffy, & Shoenberger, 2024).
Tal como lo sugirió Bernays, las agencias de comunicación no solo venden productos o posicionan personas: lo que realmente hacen es moldear el imaginario colectivo, configurar lo que la sociedad considera deseable, legítimo o incluso “normal”. Según Bernays, las élites económicas, políticas y mediáticas podían —y debían— utilizar las herramientas de la psicología de masas y la comunicación persuasiva para guiar a las audiencias en sus decisiones, sin que estas lo perciban como manipulación (Bernays, 1923).
En este sentido, los estrategas de comunicación contemporáneas ya no se limitan a crear campañas publicitarias: son constructoras de marcos cognitivos y afectivos. Utilizan estrategias narrativas, estéticas y emocionales para: definir lo que está de moda y lo que no; establecer cuáles causas sociales son relevantes y cómo deben percibirse; influir en la forma en que percibimos el éxito, el cuerpo, la felicidad o la ciudadanía; y posicionar temas o figuras en la conversación pública a través de una combinación de medios tradicionales, plataformas digitales, algoritmos y microinfluencers.
Una alfabetización crítica de la influencia
El poder de los estrategas también se expresa en la gestión emocional colectiva. Las campañas no solo informan, también emocionan, indignan, inspiran, y polarizan. En un entorno saturado de estímulos y con audiencias de atención fragmentada, lo emocional se convierte en un vehículo clave para captar y mantener la atención. Así, los estrategas actúan como curadoras del clima afectivo de la esfera pública y producen campañas que no solo venden, sino que marcan tono, agenda y estados de ánimo sociales.
Ante este nuevo escenario, urge una alfabetización crítica de la influencia. No se trata de demonizar a estos nuevos actores, sino de entenderlos como parte de un flujo mayor: el de una sociedad que reorganiza sus imaginarios, su economía simbólica y sus formas de interacción a través de tecnologías que, aunque aparentan democratizar, también reconfiguran jerarquías, legitimidades y poder.
Referencias
- Bernays, E. L. (1923). Crystallizing public opinion. Boni & Liveright.
- Bernays, E. L. (1928). Propaganda. Horace Liveright.
- Bejan, A., & Zane, J. P. (2012). Design in nature: How the constructal law governs evolution in biology, physics, technology, and social organization. Doubleday.
- Coleman, R. (1989). The man who made the Beatles: An intimate biography of Brian Epstein. McGraw-Hill.
- de Romilly, J. (1992). The Great Sophists in Periclean Athens. Clarendon Press.
- Kerferd, G. B. (1981). The Sophistic Movement. Cambridge University Press.
- Kim, A. J., Thorson, E., Duffy, M. J., & Shoenberger, H. (2024). Softening the blow: The power of rhetorical frames used by social media influencers with sponsorship disclosure. Journal of Interactive Advertising, 24(2), 169–183. https://doi.org/10.1080/15252019.2024.2301775